17 sept 2017

Cataluña es España.


De los polvos de la fallida Transición, los lodos de esta España actual. De las orgías setenteras, del éxtasis cafetil de un Presidente del Gobierno que fue máximo dirigente de las Juventudes franquistas y de RTVE, de la reacción al miedo al ruido de sables y al peso de cuatro décadas de dictadura, este paisaje devastado y seco poblado por todos los cadáveres de los problemas no resueltos. Pero bastante se hizo, a pesar de todo.

La Transición no ha acabado o al menos se debería estar hablando abiertamente de una Segunda Transición porque lo que está ocurriendo en España es el estallido de un régimen político mal diseñado que ha permitido durante cuarenta años, -una dictablanda del Estado de Partidos- que la corrupción haya campado a sus anchas, envenenándolo todo, desde las relaciones económicas, el pensamiento, la cultura y hasta la moral. Como afirma el mariscal Otto von Bismarck "España es el pais más fuerte del mundo: los españoles llevan siglos intentado destruirlo y no lo han conseguido”. Y en eso estamos y en eso seguimos. España lleva dos siglos esquivando una revolución que la defina, que la encardine en el mundo después de la pérdida del imperio.

Todos los pecados de juventud de la avanzada democracia española se manifiestan ahora en toda su magnitud. La corrupción, inherente al Estado de Partidos en un sistema sin separación de poderes, ha alejado de la política a la población en general, convirtiendo el Estado, con sus comunidades autónomas, auténticos cortijos de los partidos, sus cajas de ahorro, sus televisiones y su falta de justicia y transparencia, en un ente parásito de la sociedad civil, alejando cualquier posibilidad de un patriotismo institucional al estilo francés o italiano. Que un español pueda ver una instancia del Estado como el núcleo de su patriotismo, el sancta sanctórum donde han decantado por siglos, el trabajo de sus antepasados, es hoy una entelequia. Todo lo institucional produce al español rechazo, desprecio y asco. Da vergüenza sacar la bandera nacional, más allá de los eventos deportivos, el soma del pueblo. No hay orgullo genuino porque la corrupción ha asaltado los cielos del Estado, como ahora quieren hacer los advenedizos del último cuarto de hora, los antifranquistas postfranquistas. Si no hubiera dramática la situación de España, si no fueran inmensas las oportunidades perdidas, el panorama daría risa y podría representarse en vodeviles para disfrute del pisaverde común.

La mitad de los catalanes, si no más, han visto en la causa de la independencia de Cataluña la revolución española que muchos hemos estado esperando desde acá y acullá del Ebro. Si el catalizador del procès ha sido la propia corrupciò catalana, galopante y sofisticada, pero a la vez a calzón quitado, y la idiocia de muchos políticos madrileños, es lo mismo. La gran masa de catalanes, como la gran masa del resto de españoles, ven al actual Estado como un Leviatán devorador de nuestros hígados, una casa de latrocinio al por mayor y al detalle y el responsable último de la gran crisis económica que hemos padecido. En el caso de los catalanes se suma otro factor a tener en cuenta: tienen conciencia de ser más trabajadores, más organizados, más eficientes, más ahorrativos, y que aportan una gran cantidad de dinero a las comunidades pobres del resto de España. Y desde luego esto último es verdad, como lo aporta Madrid, más del doble que Cataluña. De hecho sólo Madrid, Cataluña y en menor medida Baleares y Valencia aportan dinero neto al resto de España. Algún día habrá que equilibrar esta situación y que los territorios deficitarios se pongan las pilas, y que no sirvan las ingentes cantidades de dinero llegado a estas regiones - el caso de Andalucía es paradigmático- para mantener regímenes corruptos hasta el tuétano, empleando dinero de Europa y del resto de España en el mantenimiento de estructuras absolutamente improductivas y a una población absolutamente alertargada y atontada. Si Larra afirmaba que España no tenía pulso, Andalucía está en la UVI atiborrada de sedantes y psicotrópicos, como Canal Sur, la morfina o el PSOE.

Habría que establecer un plan nacional de financiación autonómica (o provincial o comarcal), con dos puntos principales: industrialización y desarrollo de amplias zonas y el decrecimiento progresivo de ayudas exteriores, esto es, que cada territorio se financie con sus propios recursos. Pero esto sólo después de un periodo de moratoria de al menos dos décadas para hacer esta transición económica.

Y habría que hacer una gran reforma política, implantando la efectiva separación de poderes, prohibiendo el mandato imperativo y liquidando el Estado de Partidos, sacando a los partidos de todos los ámbitos en los que están enquistados. El ciudadano debe ser el protagonista de la política y no los partidos, que deberían ser estructuras más fluidas, simples vehículos de la ciudadanía y no entidades sagradas llenas de relicarios. En Cataluña la política está adquiriendo ese carácter; es increíble la tasa de transmutación y de creación y destrucción de partidos de los últimos años.

La reforma política, con al menos una reforma constitucional es inevitable. Todo el mundo habla de ella cuando hace unos años era anatema. El auténtico motor de esta Segunda Transición (o la continuación de la anterior) es el entusiasmo político de los independentistas. Si el 15-M generó la emergencia de dos nuevos partidos políticos que han sido asimilados por el sistema, disolviéndose en gran parte el ansía de cambio de la sociedad española, las aspiraciones independentistas, con el sueño de instaurar una República catalana y abrir un proceso constituyente para redactar una Constitución catalana, son las fuerzas transmutadas, en Cataluña, de ese fervor colectivo por el cambio.

Lo que debería haber cristalizado en toda España, la apertura de un proceso constituyente, puede iniciarse en Cataluña si el Estado no lo impide. Es posible que lo consiga, pero sólo por esta vez y provocando una enquistación del problema aún mayor.

La única salida a la situación política española, que combina el deseo de cambio de toda la sociedad española, mucho más profundo que las tesis paniaguadas de Rivera y de la demagogia comunista de Iglesias 2.0, con las aspiraciones independentistas de muchos catalanes (y vascos), es aumentar la apuesta por la libertad: plantear a nivel nacional, donde reside la soberanía, un referéndum sobre las cuestiones esenciales:

- ¿Quiere usted que se abra un proceso constituyente para redactar una nueva Constitución Española o quiere su reforma parcial?
- Sólo en el primer caso, ¿quiere usted que la forma de gobierno de España sea una Monarquía o una República?
- Sólo en el primer caso, ¿quiere usted la independencia de Cataluña?.
- Sólo en el primer caso, ¿quiere usted la independencia de Euskadi?.

Cataluña es España porque toda España tiene ansías de cambio y libertad y muchos de nosotros también queremos la independencia con respecto al actual Estado español, anhelando construir otro donde exista una auténtica democracia, libertad y patriotismo institucional.







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