Ahora que se cumplen veintiséis años de aquel 23 de Febrero de 1981, de aquella opereta, de aquel estrambótico golpe de estado, conviene decir algunas palabras con cierto gracejo acorde con las modas actuales.
Cualquier estratega militar sabe que cuando se organiza un golpe de estado se toman rápidamente ciertos objetivos importantes, se rodea al jefe del estado y los militares actúan prioritariamente en la capital.
Pero aquel 23 de Febrero se dejó extrañamente libre de movimientos al primer representante del estado, el rey, que con una simple llamada telefónica podía neutralizar el golpe, se actuó lentamente y los tanques se sacaron en Valencia, donde en vez de avanzar raudos a ocupar objetivos militares, respetaban los semáforos en su caminar parsimonioso hacia ninguna parte.
Todo el mundo estará de acuerdo en que el régimen que salvo Juan Carlos I de Borbón es básicamente el que está vigente en la actualidad. Aquella noche, según muchos analistas, el débil sentimiento monárquico que existía en el país se transformó en un fervoroso juancarlismo después de la providencial actuación del monarca y su aparición televisiva a altas horas de la noche. En el año 1981 todavía existían facciones en el ejército que añoraban la dictadura del general Franco, y que, a la vista de la deriva que según ellos tomaba el país, estaban dispuestos a intervenir para implantar otra dictadura, un gobierno militar con la consiguiente supresión de los partidos políticos.
Este golpe de estado, de gran envergadura y planeado por el ala más dura del ejército, estaba planeado, según diversas fuentes, para Mayo de ese año 1981. La misma figura del rey podía correr peligro de ser removida de su puesto si ese gran golpe hubiera fructificado, ya que lo que impidió que esto ocurriera fue precisamente el simulacro de golpe de estado del 23 de Febrero.
Contrariamente a lo en un primer momento puede parecer, esa actuación sirvió de vacuna contra el golpe posterior, neutralizándolo y sirviendo para poner al descubierto a elementos golpistas dentro del ejército que dieron un paso adelante en falso ese día de finales de Febrero.
De este plan militar para salvar una falsa democracia, en rigor, una oligarquía de partidos, estaban perfectamente informados – según diversas fuentes – altos cargos del partido socialista y de otros grupos políticos. Así pues, lo que ocurrió ese día fue un autogolpe para salvar el sistema de partidos que se habían repartido el estado usando parte de las fuerzas armadas y la propia figura del rey, que veía claramente que su función era de más calado en una oligarquía que en una dictadura.
Ese día de Febrero no se salvó ninguna democracia, porque nunca ha habido democracia en este país. Ese día se libró una batalla táctica entre los antiguos privilegiados de la dictadura de Franco, muchos de ellos en el ejército y ya fuera del Parlamento, y los nuevos privilegiados de la oligarquía, los partidos políticos junto con el rey.
Así pues, se pudo pasar de la oligarquía a la dictadura nuevamente, pero la democracia quedó a muchas millas de distancia, quedó asustada, virtual, escondida en un pequeño rincón más allá de los transistores de radio.
Nunca ha habido libertad política en esta país, nunca, un país actualmente de segunda división esquilmado por una lacra social llamada clase política que ha metido históricamente de rondón cuestiones vitales en extensas constituciones y estatutos mientras apelaba a la sentimentalidad del pueblo para engañarlo.
Aquel escándalo del 23 del Febrero donde la oligarquía con su rey a la cabeza usó a las fuerzas armadas para salvar sus coches oficiales y sueldos, es comparable ahora con el escándalo del pasado día 18 de Febrero, donde la patética clase política andaluza ha usado el poder de los medios de comunicación para intentar explicar un 64% de abstención.
Quizá la democracia, escondida en un rincón hace veintiséis años, no se conforme a partir de ahora con escuchar los transistores.
No hay comentarios:
Publicar un comentario