A veces, cuando he tenido que pasar algún trance duro o lidiar con lo absurdo, me he dado un paseo hasta los primeros colegios donde me educaron para sentirme respaldado por una infancia feliz, cuando todos los demás apoyos faltaron.
El paraíso de la infancia feliz, la patria y nación primera, que después serán complementadas con algunas otras.
A mi lado, los colegios Alfonso X El Sabio y el Sagrada Familia. Detrás el Hospital Central de Jerez, donde nací. Es el último bastión, la última defensa inexpugnable. No hay lugar donde me sienta más seguro.
Recuerdo mis primeros años en el Sagrada Familia, mis amigos y mis maestras Mai y Obdulia. Recuerdo el pequeño barracón blanco, a la vera de calle Vendimiadores. Puedo sentir sus humedades – llovía más que ahora – y recorrer el abecedario a lo largo de los meses y las estaciones. Un mundo nuevo que se nos daba en forma de átomos del lenguaje, describiéndonos sus propiedades, sus relaciones posibles, sus sonidos y sus formas.
Supongo que estaba enamorado de Mai. Expectantes absolutos, acudíamos cada mañana a una nueva representación de un teatro que ya percibíamos que tenía una conexión directa con el salvaje e infinito mundo exterior, dándonos algunas claves que tratábamos de colocar en el patio, entre carreras detrás del balón o de alguna chica.
Los chicos jugábamos al fútbol en caótica avalancha, ensayando unos códigos desconocidos. Las chicas nos perseguían en manada, rodeándonos y besándonos, poniendo en práctica otras reglas. El universo entero estaba en una vieja pista de fútbol de cemento oscuro, gastado por la lluvia y por el paso de otras oleadas de infantes.
Mi madre era profesora de ese colegio también, a la que yo trataba de evitar para dármelas de independiente, aunque sabía que en algún lugar del ala preescolar estaba ella.
Con dos años y medio ella me llevaba al Colegio Federico García Lorca, que fue bautizado por las profesoras – Charo, mi madre – que allí impartían clase. Vivía todavía el dictador, pero nadie se opuso al nombre.
Estaba en pleno Chicle, uno de los barrios más conflictivos de Jerez. Se llamaba el Chicle porque era un barrizal, que cuando llovía se convertía en lodazal, pegando los zapatos a la pegajosa tierra.
Había vacas que se paseaban de vez en cuando por el patio y había madres que se turnaban para llevar termos con café al frente educativo. Había amigos con los que corría, tratando de no quedarme atrás. Había dos escalones para subir hasta el barracón prefabricado.
Mi hermano se acabó llamando Rafael porque tenía un amigo que se llamaba Rafael Soto Pica.
Después, en el Sagrada Familia, en los tiempos de la maestra Mai, estaba enrollado en la Banda del Palomeque, en la que se entraba poniéndose el traje infantil, el baby, a modo de capa de Superman, abrochándonos un único botón en el cuello.
Por aquel entonces la Barriada Las Torres bullían de niños y niñas, que tomábamos las calles en la hora posterior a la salida del colegio y antes de comer. Había muchos árboles, balones, canicas, una plazoleta con forma de pequeña plaza de toros, donde se jugaba al fútbol, al béisbol, a todo.
Mi padre también era profesor, un buen profesor de primaria. Junto con mi madre educaron a miles de niños a lo largo de su vida profesional. Hoy los dos están jubilados y yo trato de poner en una carta palabras de agradecimiento por todo lo que hicieron por tantos niños y por mí.
Han pasado muchos años, pero de ellos aprendí el valor del trabajo y del esfuerzo, el posponer la satisfacción para conseguir un objetivo, el respeto a unos valores y principios que son universales y eternos, aunque el mundo actual y algunas décadas se resistan a admitirlos.
Cuando me he saltado esos principios, el mapa invisible de aquel paraíso, me he equivocado gravemente, he rodado por el suelo.
Me acuerdo de mi abuelo Bartolomé y su huerto y su esfuerzo, de mi abuela Dolores y su pequeña cocina y su esfuerzo, me acuerdo de mi cuarto, de la cama, el armario y la mesa. Recuerdo el orden , el trabajo metódico, el esfuerzo.
Mi segunda profesora, Obdulia, es una pintora excepcional, una mujer inteligentísima. Que grandes mujeres tuve de maestras. Gracias de todo corazón.
Venidas, en su gran mayoría de la humilde Extremadura, de donde salieron gracias al empeño puesto en sus estudios, estas mujeres han sido una fuente inagotable de lucha, de arrojo y de dignidad. No hay monumento que pueda rendirlas merecido homenaje. No hay bronce, ni hierro ni ningún otro duro metal para perpetuar la labor que ha elevado la educación de varias generaciones, que ha levantado la ciudad, el país.
El mejor homenaje, sin duda, el buen desempeño en la vida de sus alumnos, el sostenimiento en el tiempo de aquellos principios y valores, la recreación, para otros infantes, del eterno paraíso.
Mi madre se ha jubilado este año y yo escribo esta carta a una maestra, a ella, para rendirla el especial homenaje que se merece.
Aunque por cosas de la vida alguna vez me haya querido olvidar de todo, no me he olvidado de nada.
Gracias madre por haber creído siempre en el lado noble de la vida, siempre. Por no haberte visto buscar atajos nunca, por haber luchado tanto por lo que has querido.
Aunque tratara de evitarte en el colegio, donde nunca me diste clases y rara vez hablábamos, tú fuiste la maestra que más me enseñó.
Hoy veo en tu jubilación como todos te quieren con un cariño sincero, mujeres y hombres a los que recuerdo jóvenes hoy te abrazan, más mayores, en un acto, en una ceremonia – mágica, religiosa – donde se rinde homenaje a la buena gente y a unas personas que lo dieron todo por el duro mundo de la enseñanza.
Por todo aquello, por aquel mundo, por tantas enseñanzas a lo largo de tantos años, por ser como eres, GRACIAS.