Caía la noxe del 22 del presente en Alcalá de Henares y los petardos y vahos alcohólicos se mezclaban con la bruma plomiza que envolvía a la aldea cervantina. Los borrachos y agraciados querían conjurar a la Luna, como desde siempre, para intentar detener el día y que la cornucopia se quedara, oh Diosa de la Fortuna, eternamente en tierras alcalaínas, putas y finas.
Gritos telúricos se elevaban ritmicamente desde El Chorrillo y aledaños y nos recordaban a todos los paganos que estábamos, aún, en el seno de la santa misa akelarre. !Con qué ruido y furia se acometieron los fornicios esa noche! !Gargantas secas y piernas temblorosas!, !Dios Pan, bendito tú seas que vienes quemando la brisa y disolviéndolo todo!.
El cisne negro. Gritos y gritos. Gritos puramente animales. Hombres y mujeres. Qué coyuntas!, qué fornicios!.
Días antes acudimos a Madrit a la Calle del Carmen, a la capilla pagana de Doña Manolita, diosa de la chusma atribulada, esperanza blanca del pueblo doliente, anhelo y requiebro de la sociedad rugiente. Toda una muchedumbre abigarrada se desparramaba por los alrededores de Sol. El frío lamía las piernas e invitaba a los viandantes a sumarse a los innumerables mimos que, como estatuas de sal, daban cierto aire siniestro a las españas quejumbrosas, figuras inmóviles que parecían recordar a los ya caídos.
Yo, chusma, deambulaba entre los muñecos, siniestros también, como el It de Stephen King, que se apostaban en los alrededores y a los viandantes. Gitanas y payas revendían la papela sagrada emergida de la santa capilla manolitense. La mirada turbia de las masas, producto de no pocos nudos en los cuellos, constrastaba con la mirada fija de un bebe, clavada en un Bob Esponja. !Qué mecanismos prodigiosos se desencadenarán a partir de esa impronta!. Casi da vértigo, y compasión, compasión de todos nosotros.
¡Cuántas religiones se crean y se destruyen a lo largo de una jornada!.
El ambiente onírico de esa noche húmeda incitaba a la emergencia de una gran religión. Se notaba. Lo notaba. Se daban todas las señales, en los cielos y en los terrenos: centenares de sodomitas y simpatizantes hacían cola para conocer al gran factotum gay de las ondas: Jorge Javier Vázquez, que firmaba libros en la FNAC. Centenares de devastados por las preferentes se apilaban, como en un derrumbe, en las escalinatas de una sucursal de Bankia. "Hijo mío, si muero, recuerda que luche hasta el final. La Libertad es lo más importante", rezaba el leitmotiv de uno de los huelguistas de hambre. Justo al lado, lo juro, manadas de jubilados con pelucones rosas y azules, más agitados que la más salvaje rave pastillera. Conjurados en la viagra, esperanzados en la gran erección, danzaban alrededor de una gran sacerdotisa, cuyos labios, los tres, alababan a Priapo. Al límite, cerca del límite, todo se magnifica y adquiere un carácter campanudo y sagrado. Uno se juega la vida, siempre, pero a veces uno es plenamente consciente de ello.
Un hombre enjuto, sin brazos, con una camiseta de tirantes y un pantalón chandal de los ejércitos de españa, agitaba con la boca un vaso de plástico de litro, símbolo de los felices años noventa, con algunas moneditas. Como no tenía campana, bocina o altavoz con qué pregonar su desdicha, imitaba con un alarido muy agudo algo parecido a la broncíneas campanas de los santos lugares de las refitoladas religiones triunfantes.
Esa noche, caldo agitado, él era el diapasón y el dios Cronos que marcaba nuestra decadencia. Todo se movía al ritmo que marcaban sus alaridos, se fuera consciente o no.
Embadurnados con ese ambiente pagano, Manolilla y yo hacíamos cola ante uno de los santos lugares y Reales sitios de esta transitio transcendental: Doña Manolita. Una barahunta de gentes de los más variopintas procesionábamos lentamente ante aquel altar de la civil society. Aparte de los parroquianos con intención de adquirir alguna papela sagrada, estaban los palafreneros, los vendedores de bocadillos, las prostitutas, los timadores de toda laya, que periódicamente intentaban esquilar las bolsas (escrotales o no) de las muñecas de famosa hacia el lotero santo lugar.
Estaba claro que la Fortuna hacía girar su rueda en esa noche, como dejara escrito el de Nueva Orleans, y se rifaban religiones y milagros, hechos y actos transcendentes. En las postrimerías ya de este Régimen de bellacos, la civil society hace dioses con barro y vuelve por aquellos lares: sólo se confía en lo que se ve, lo que se palpa y del inframundo sólo se piden consejo a los antepasados directos, que se apilan en los pilares subterráneos, sosteniendo los árboles de la imbecilidad humana.
Atribulado por estos pensamientos, rescatóme de mis desvarios, un alegre minusválido con ritmo allegro y con perfecto acento pucelano: vendía una papela loterial para una asociación de lengua bífida (o era espina?). "Són sólo tres euros". "Es para investigación". Su ortodoxia castellana en el hablar le daba un empaque de seriedad y lustre al potencial embuste; imaginome a un presunto tullido (con la corrección política hasta las últimas consecuencias) de procedencia turdetana en el mismo lance, con fuerte asento andalú, e imaginome el resultado de la apelación a la investigaciò.
He de reconocer que su simpatía y su apelación al I+D+i hízome mover casi indescriptiblemente mi brazo derecho, para armar un saqueo a la cartera, pero algún resorte implantado en algún recodo cerebral me impedía confiar en la veracidad de sus discursos.
Mírole yo avansar entre los chinos de bocadillos y las mujeres púbicas que nutrían y surtían a la soldadesca del santo lugar.
Llegamos finalmente a los peldaños del real sitio. Lo primero que me impresionó es el fuerte olor a formol que envolvía aquel paño. Aquello era un recodo, heroíco, de los años 50 ó 40, una cosa impresionante. Un cartelón de posguerra anunciaba en un dialecto y trazos falangistas que "No se atienden reclamaciones tras la compra del boleto", o algo así. Una foto de Doña Manolita, la santa civil, vigilaba desde detrás del cristal de una de las hojas de la puerta. Aquel sitio, aquella foto era el sitio-fuerza, el lugar de poder de todo aquel aquelarre aquel. Con su mirada bondadosa miraba, como una diosa femenina de grandes ubres y de labios al vent, a sus hijos españoles del estraperlo y del Régimen de partidos. Os lo dije, parecía decir.
Nuestros muertos, parecían decir.
El esfuerzo de la razón.
Fue en esos momentos cuando tuve la gran revelación que narraré ahora, equiparable quizás al viaje de Mahoma en alfombra voladora o Ryanair y que le hizo descubrir los siete cielos. Una niña pepona de un año, no más, fue aparcada en la misma entrada del lugar santísimo, justo debajo de la gran hacedora, Madame Manolita. Portaba el femenino querubin, prototipo, sin duda alguna de los angelitos de la nova religio, un palillo de tambor en una de sus manos, y que por efecto del pasmo ambiental, mantenía en alto como los calandeses antes del rompimiento de la hora o del muyayo del tambor del Bruch.
Concurrió en esos momentos a su lado el pucelano investigador, que aparcó en batería, y al modo cool de cafetería parisina, al lado de la querida infanta, buscando, seguramente, la mayor concentración de merluzos debido al decremento en la velocitas de las aguas y en la apertura, próxima y enternecedora, de las carteras civiles.
Quisó conchabarse enseguida con la santa infantita ,que estaba ungida con la mirada cartilla-raciona -miento-l de nuestra mater Doña Manolita, poso de las españas, reserva espiritual y sabiduría sapientísima del destilar de los siglos. Eso no me gustó demasiado, ya que buscaba un lugar preemiente en el acontecimiento religioso más importante de este milenio, y jugaba sus cartas ante el escriba que iba a relatar los numinosos hechos para la posteridad: yo.
En su intento por dialogar por la poderosa niña, que blandía en alto el sagrado palillo, cuya bajada marcaría el inicio de la nueva Era, batiendo y marcando el tempo de los seres, relegando, por fin, al hombre sin brazos y a su ululante alarido, estableció con ella un intercambio de mojigangas según usos y costumbres de las cancillerías y élites extractivas, que tiemblan y no aciertan con las palabras adecuadas, ante el reparto del pastel, de ámbar de los cadáveres civiles.
"¿Vas a tocar el piano?" - acertó a decir el vallisoletano. "Són sólo tres euros", intercalaba en su diálogo. "Vas a ser una buena directora de orquesta", desvaríaba el futuro iluminado y hombre fuerte de la gran tradición religiosa que podría venir. La niña, por supuesto, no hacía ni caso, imbuída como estaba por el espíritu divino de la gran madre y teta Doña Manolita, pendiente como estaba, a la señal del día 22, para bajar su sagrado brazo, ya incorruptible, y anunciar al orbe, la buena nueva.
Los feligreses, con la papela sagrada ya comprada, pasaban sus indulgencias ortodoxas por la faz fax multicopisteada de la gran diosa, como a una joroba divina o a un barrigón sagrado. Un nutrido grupo de sudamericanas se santiguó ante la imagen, yo juro, hecho que aseguraba la expansión de la nueva religión por tierras americanas y que atestiguaba que el sincretismo sería común en esta fase final del cristianismo y en el inicio del manolitismo español.
Ahora sólo faltaba que el día 22, día del sorteo, día de Fortuna y su rueda, enviase a Falete a nacer en aquel santo lugar sita Calle El Carmen, Madrid, para elevar, para encumbrar, para divinizar, ahora sí que sí, a Doña Manola, a la santa niña y su palillo del tambor, que bajaría, marcando el inicio del nuevo tiempo; sacralizando al refitolado tullido con perfecto acento y nombrándole papa u obispo.
Todo lo demás vendría por añadidura: la visita de las Santas Figuras que vendrían desde el sol, en un viaje interestelar que recogerían las más antiguas estelas, que el escriba alejandrino, un servidor, escribiría con gran prosopopeya de epopeya. Estas santas figuras, antiguos personajes de Disney, una religión menor, llegarían efectivamente del Sol, de la puerta del Sol, donde antaño cuidaban a los infantes en su educación y accedían a hacerse fotografiar, a cambio de la santa dávida.
Ya estaba todo pensado por el hacedor y unificador de religiones religarizantes, yo, pero quiso Fortuna y su rueda que a Falete lo nascieran en Alcalá de Henares y no en Doña Manola, donde debía nacer, donde los astros y trasgos habían señalado.
Quedome yo gran perplejo ante lo inesperado de los acontecimientos, pensando, aturdido, en el lapso de tempo, breve en estas circunstancias históricas, que he de esperar, para el perpetramiento de la creación de una nueva religión del Libro. Atento, quedo pues, a nuevas concurrencias de acontecimientos o a la contratación por parte del algún poder fáctico, Imperio Romano o no, para la creación de nova creencia alineante e idiotizante.
Los borrachos ululaban en la noxe alcalaína, convocando dioses y brujas no controlados por las cancillerías. Las mujeres folgaban con bravura. Cuántas religiones se crean y se destruyen a lo largo de un día!