25 nov 2012

Dublinesca, by Vila-Matas.




Para hablar de Dublinesca, según quién me lo pregunte, recurro a veces al estilo un tanto horrendo de esos escritores que acaban de ganar un premio mediático y explican de qué va su novela. Digo, por ejemplo: Mi libro narra el eclipse vital de Samuel Riba, un editor barcelonés que acaba de deshacerse de su editorial y se encuentra, en el ocaso de su vida, solo, vacío y aburrido; ha publicado a muchos de los grandes escritores de su época, pero en treinta años como editor no ha logrado encontrar a un solo genio…


Si hablo con un amigo, me siento más libre y no le cuento el argumento y le hablo, por ejemplo, de una gravitas melancólica, un tono uniforme y sublime como el de los últimos cuartetos de Beethoven. Le hablo de un libro otoñal (hablaba Gracián del otoño de la varonil edad, cuando se vislumbran los helados horrores de Vejecia), de un estilo consumado, como el que analiza Edward Said en Late Style: Schonberg, Rothko, Picasso superándose a sí mismo, derrotando su joven yo...

Dublinesca –le digo a ese amigo- es una especie de paseo privado a lo largo del puente que enlaza el mundo casi excesivo de Joyce con el más lacónico de Beckett y que a fin de cuentas es el trayecto principal de la gran literatura de las últimas décadas: el que va de la riqueza de un irlandés a la deliberada penuria del otro; de la era Gutenberg a google; de la existencia de lo sagrado (Joyce) a la era sombría de la desaparición de Dios (Beckett), de lo epifánico a la afonía…

Si le hablo al señor que se ha sentado a mi lado en el tren que va de Madrid a Barcelona y que quiere saber simplemente de qué trata mi novela le digo: “Trata de alguien que se aburre y quiere celebrar un funeral por el mundo (por su propio mundo también) y descubre que la ceremonia le permite tener algo que hacer. Es decir, encuentra su futuro en lo apocalíptico”.

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