Con el régimen juancarlista en descomposición, herido como un elefante lanceado, no son pocos los que aprovechan la debilidad paquidermal para pegarle dentelladas a las patas magras. Argentina con YPF, Bolivia con REE... Es ley de vida: los carroñeros siempre esperan al momento adecuado para despezadar los osarios, lo que antes no osarían, porque no hay ovarios, suficientes, en Rosario, (Argentina).
Urdangarín pidiendo llegar a un acuerdo - devolviendo una pequeña parte de lo saqueado - para no ir a prisión, sabedor de la necesidad imperiosa de euros que tiene la hacienda pública. Da igual si esos euros han sido previamente robados, estafados, manchados con sangre o macerados en bourbon. Hay que ver a este petimetre, a ese pisaverde de pitimiti cuando afirmaba con voz queda que él había ejercido su papel institucional en Noós. Y éste es, efectivamente, el quiz del asunto: que las instituciones nos roban.
Las instituciones, esa cosa que infunde susto atávico al español, es esa masa viscosa de partidos políticos, banqueros y empresas medioprivatizadas conchabados todos en esta monarquía africanista de corte bananero.
"Mi hermano", llama Juan Carlos al sátrapa del sur. No a Griñán, sino a Mohammed. "Mi hermano" llamaba con tufo de título nobiliario Alfonso Guerra a su efectivamente hermano. Es la tierra del "cuñadísimo", del "hermanísimo" y por supuesto, del "yernísimo".
Qué espectáculo estamos viviendo. Si no fuera tan trágico, sería asunto de mucha risa. Pero es de muchos lloros, ya que nos caen encima los cascotes (y las consecuencias de casquetes) de este régimen en colapso total.
El urdangarinato es la fase terminal de este sistema coronado por el latrocinio. Es la situación del bañista que se tira al mar cuando se ha retirado la ola. Cuando había abundancia, pues no se notaba. Era lo habitual, el pan nuestro de todos los días, el robo elegante de trajecito y sobones sobaos de sonrisa superpuesta, pensó Urdangarín.
Pues no dirán ustedes que no es mala suerte que uno se tire el mar y se retire, no la ola, sino toda la mar oceána, en ese trance fantasmal que precede a la irrupción del tsumani. Un tsunami provocado, precisamente, por el baño de la barahunta de bañistas, loros y elefantes, de todo el Estado español vendiendo las jojoyas de la abuela y el virgo de la niña, quicir, el suelo.
Suelo, polvo, arcilla y ladrillo. El Estado, como un dios creador enloquecido, creó una riqueza devorándose a sí mismo, cual pelícano arrancándose el pecho para nutrir con su sangre a sus incrustadas sanguijuelas. El Estado, gordo como puerco capado, fue a remojar sus carnes en la Benidorm hortera de casino de inversión. El Estado, más propiamente esa cosa nostra formada por partidos, sindicatos, banca y empresas amigas, ofreció sus rollizas carnes apoyada en el quicio de la manceria a todo aquel inversor que quisiera, y vaya que si querían: el piso español, esa secrección cuasimafiosa del régimen era el producto más rentable del mundo. No productos industriales, como las bragas de cuello vuelto o los yelmos de Mambrino, sino el pizo ponzi-ano.
Urdangarín, regio representante del petimetre común, tipo de pajarico que se aprovecha de la ignorancia del pueblo español, de su proverbial miedo a la autoridad, de su apego a lo sobrenatural,
de admirar la valentía ajena, de su mitomanía, es sólo otro más. Otro más que se aprovecha de los inmensos espacios de libertad no ocupados por la sociedad civil.
La libertad hay que ganarla. No comulgar, jamás, con ruedas de molino ni con monarquías sobrenaturales.
Viva la República Constitucional! Viva España!
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