Esta novela, Las tribulaciones de un chino en China, es una de las pocas, quizás la única, de las novelas de Julio Verne que no devoré siendo niño, quitándole horas al sueño y condenándome a la ataraxia zombie en las primeras horas de la era egebeiana. Después renacía, cual ave fénix, a media mañana, calentado quizás por el sol andaluz, que me concedía, día a día, la pagana absolución por mis excesos lectores.
La mayor parte de la novela no me ha gustado demasiado, para que vamos a andar con medias tintas y anacolutos socialdemócratas. Este canasto chino está formado por los mimbres de un repaso abrumador por la geografía, historia, usos y costumbres chinas y por otra parte la filosofía: confucionista, taoísta y budista, que imperaban e imperan en el Celeste Imperio. Estos son sus fundamentos, su basamento, al que se ha añadido con pegamento una serie de personajes que discurren por el esquema narrativo del autor, el protagonista Fung-Ho, el filósofo Wang, el siervo Sun, los escoltas Fry and Craig, y que sirven de pretexto para mostrar la extensa documentación subyacente de la novela.
Los personajes están pobremente construidos, porque lo importante es mostrar China al lector francés de la época, a través de las peripecias y tribulaciones de Fung-Ho, que no es poco. Lo importante es mostrar el camino, las maravillas y rarezas chinas a ojos de un occidental, de un bárbaro, que dirian los chinos.
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