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Cada cuatro años aproximadamente, se puede asistir en las modernas democracias occidentales al más dantesco de los episodios que la vida en sociedad puede deparar, dejando aparte el singular caso de la suegra levantisca.
Me refiero a los pactos postelectorales, unos aconteceres donde milagrosamente y por otra y gracia del abultado culamen y pechera de los presupuestos anuales del municipio o comunidad correspondiente, ponen de acuerdo mediante la religión del dinero a los que anteayer eran enemigos irreconciliables. Es la “erótica del poder”, en última instancia el poder de meter mano en el sancta santorum de los presupuestos.
El apareo de los partidos, con su régimen interno semidictatorial, en el medio ambiente de esta pseudodemocracia, no es apto para estómagos delicados o para unidades biológicas con una memoria superior a la del pez (un segundo). En caso contrario, la salud mental del organismo que presencie estos galanteos, estos lenguajes de abanico, corre serio peligro.
Pero la tragedia del escenario político no acaba con estos acontecimientos bochornosos, uniones contranatura de programas de diseño que nadie lee, ni siquiera ellos mismos, y es por esto por lo que no tienen remordimiento alguno a la hora de poner los cuernos más salvajes al ciudadano que les votó. Su cinismo y su osadía llegan a tales extremos en alguna de estas cuevas de ladrones, de arrebatacapas aforados, que llegan incluso a pedir que el estado se reduzca a la mínima expresión, en concordancia con las tesis neoliberales del Estado mínimo. Pues bien, si el Estado se reduce, ¡ellos también deberían reducirse porque ellos están integrados en el Estado¡. Las tesis neoliberales se reducen en esencia a la desmantelación final de lo poco que queda de los estados occidentales que no son los partidos políticos. ¡Quieren quedarse ellos solos¡.
Quieren quedarse ellos solos con su funcionamiento dictatorial de mesa camilla, que diría Umbral. Quieren quedarse solos para vender el oro de la voluntad popular, robada a la sociedad civil cada cuatro años, a los grandes mercaderes.
Pues bien, contra la idea neoliberal de Estado mínimo, propongo la idea de Partido mínimo, una leve estructura que provea de una teoría e ideología básica a los candidatos de cada distrito y de café y bollería. Nada más. Y que por supuesto de libertad de voto a los electos cuando estén en las Cortes defendiendo los intereses de sus respectivas mónadas republicanas.
La disciplina de partido y los pactos postelectorales son instrumentos lampedusianos para conseguir que tras los posibles cambios en la sociedad civil, el poder esté siempre en las mismas manos y todo siga igual.
No hay mayor esclavo que el que se cree libre, y estos partidos mostrencos nos tienen encadenados a la pata de la mesa-camilla del general Franco y adictos a sus soconuscos con chocolate y a la Coca-Cola de los intereses estadounidenses en Europa después de la Segunda Guerra Mundial.
Todo está atado y bien atado: nosotros.
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